Cuando era una niña, recuerdo que cuando salíamos de paseo con mis familiares cercanos, en las noches siempre jugábamos algún juego. Uno de nuestros favoritos eran la mímica de películas, en el que improvisábamos un set de reglas, nos distribuíamos en equipos formados por mis tíos, tías y mis primxs y nos lanzábamos en un combate de conocimiento de cultura popular. Otro gran favorito era el Pictionary, en el que nuevamente nos aleonábamos con la pareja o equipo que elegíamos, batiéndonos en la arena de las hojas en blanco y los dibujos hechos a la rápida.

Si bien los juegos por sí mismos eran sumamente entretenidos, y salían de ellos algunas bromas internas que perdurarían años en el imaginario colectivo familiar, dos cosas me llamaban la atención. Primero, la creación de un espacio en el que nosotrxs, lxs niñxs, competíamos en una aparente igualdad de condiciones con nuestros tíos, tías y padres, pudiendo incluso ganarles. Pero aún más importante, se creaba un ambiente en el que estas figuras de autoridad, a nuestros ojos baluartes de la madurez, retrocedían a un estado previo en el que lo más importante era reírse y pasarla bien, en el que la involucración en el juego lxs llevaba incluso a recurrir a todas las artimañas necesarias para ganar.

En otras palabras, era ver a los adultos convertidos en niñxs por unos momentos. Luego de varios años invertidos en este mundo, he tenido el gusto de notar que esta sigue siendo una constante.
Con el gran nivel de accesibilidad a las tecnologías digitales, los videojuegos y las plataformas de entretención con alcance masivo como Netflix, Youtube y otras, pareciera contra intuitiva la realidad que el mundo de los juegos de mesa se encuentre en un sostenido crecimiento.

Sin embargo, quisiera pensar que una de las razones que ha contribuido a este auge es precisamente la creación de espacios como los que he descrito, un lugar en el que amigxs, familiares e incluso completxs desconocidxs pueden desligarse de la imagen que presentan ante el mundo, como empleadxs, ejecutivxs o padres, y dejar relucir el aspecto lúdico de su personalidad que muchas veces se olvida en una creciente marea de responsabilidades y obligaciones. Pero además, los juegos de mesa conllevan, por lo general, una relación directa y cara a cara, sin mediación de dispositivos o plataformas, por lo que representan una oportunidad única para dar a conocer de forma bastante íntima estos aspectos de nuestra personalidad.

He tenido la oportunidad de introducir a varios amigxs a los juegos de mesa, y en todos ellxs es increíble ver el brillo de sus ojos cuando un juego hace clic en su cabeza, llevándolos a absorber su atención en el despliegue de mecánicas necesarias para lograr la victoria, compartida o no, en el pequeño microcosmos creados por un montón de fichas, cartas y dados. Lo curioso es que este es el mismo brillo que veo en los ojos de niñxs pequeñxs al ir desbloqueando los misterios del mundo, como por ejemplo el atar los cordones de sus zapatos, leer un texto o aprender a andar en bicicleta. En este sentido, me gusta pensar en los juegos de mesa como un gran ecualizador, permitiéndoles conectar a través de este sentido del asombro y la gratificación.

Muchos años después de esas memorables veladas jugando mímica o Pictionary, viajé al sur a visitar a mi familia, con un montón de novedosos juegos de mesa bajo el brazo. Una noche, jugando Código Secreto, un excelente juego de conceptos y espionaje, mi mamá se puso a gritar porque pensaba que su equipo iba a cometer un error grave que le haría perder la partida. Todos nos reímos ante ese exabrupto, mi mamá había vuelto a tener diez años.